viernes, 5 de diciembre de 2008

05_12_08

Temblando las manos quedaron.


Hacía frío y yo temblaba. Se puede pensar que era lo normal, siendo invierno, pero no, no era normal que yo temblara abrigado como estaba y estando en un local donde la calefacción impedía la entrada a las bajas temperaturas, que se quedaban fuera, en la frías calles de La Laguna.

Normal habría sido que temblaran las delgadas manos que tenía frente a mi, pero a pesar de su escueta indumentaria y de su
también escueta figura, el frío no parecía haber afectado a la propietaria de las manos que se movían frente a mi recordándome los movimientos de las alas de los cisnes cuando armoniosamente, pero con una sorprendente energía, emprenden el vuelo desde la superficie del lago.

¿Cuántas veces rocé sus dedos con los míos mientras hablábamos? No lo recuerdo. Tampoco recuerdo de qué hablamos. No puedo, por mucho que quiera hacerlo, pues la sensación que me invadía disipó cualquier esfuerzo de la memoria por recordar las palabras, y sólo intentaba reunir las fuerzas para atreverme a acercar más mis manos a las suyas y dejar de imaginarme cómo sería su contacto para sentirlo de verdad, pero no pude. Había algo en esas manos además de toda la carga sensual que podía sentir, existía una especie de halo misterioso que me atraía, pero a la vez avisaba con certeza del peligro que acechaba tras su apariencia inofensiva.

Ahora ha pasado el tiempo y he descubierto el secreto de esas manos, cometí el pecado de atreverme a tocarlas, apretarlas, besarlas,
ignorando los avisos, desoyendo a la precaución que me rogaba que tuviera cuidado, que no me fiase. No lo hice y ahora cargo con este peso para siempre, esta bendita carga que no quiero dejar de soportar sobre mi espalda. Esta penitencia que deseo que no se acabe nunca.

Ahora sé que no quiero dejar de sentir nunca esas manos.

Mañana más. O pasado...

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Será que lo vi
por haberme dormido
pensando en él?
De haber sabido que era sueño,
no habría despertado.