viernes, 28 de noviembre de 2008

28_11_08

De repente, el silencio.


Es como dejar de escuchar, más bien de oír. Estás en medio de cualquier lugar y de pronto tus oídos se cierran. Dejan de funcionar a pleno rendimiento y te atrapa la sensación de aislamiento más extraña que has sentido nunca. Pero no es desagradable, como se podría pensar, es como si decidieran aislarte con una mampara invisible y empiezas a verlo todo desde una distancia irreal, porque no te has movido del sitio en que te encuentras, pero al mismo tiempo te sientes como si no estuvieras ahí.
La primera vez que recuerdo haber sentido este aislamiento fue en una playa, yo debía tener diez o doce años y en medio de la algarabía de niños chapoteando en la orilla y de familias con sus sombrillas a modo de improvisadas tiendas de campaña (fantástico ver todo lo que eran capaces de llevarse a la playa, calderos, cocinillas de gas, nevera...), como en un día cualquiera de verano, descubrí la sensación de estar sin estar, y pensé que quizá me había vuelto invisible, que esta extraña forma de sentirse se extendía quizá también al plano físico, y así, convencido de mi gran poder recién adquirido, me paseé por el estrecho paseo que llevaba a la punta donde un niño, mayor que yo, de un salvaje empujón me lanzó al agua y mientras volaba pensaba "qué mal momento para perder mis poderes".

Porque a volar aún no había aprendido, bueno, al menos no sin impulso.

Mañana más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Luis, después te diste cuenta de que aunque no supieses volar ibas a controlar algunas cosas y otras no tanto. Por cierto, estoy trabajando en un relato que se titulará probablemente Esos Locos Judíos...

Bueno, es lo que tiene ser una persona sensible, percibes cosas que otros no son capaces de notar y eso que no sabías volar. Como diría alguien que yo me sé se trata de "la gran ventaja".