martes, 13 de abril de 2010

Amanecer de olas y frío

13_04_10

Atlántico salvaje.

Acababa de amanecer hacía muy poco, y allí estaba yo, muerto de frío, temblando sobre mi tabla de surf, con una simple camiseta por todo abrigo y preguntándome cómo narices habían conseguido convencerme para pasar la noche en la playa, tirado sobre la arena, mal abrigado por una manta, resacado tras haber bebido no sé cuántas cervezas la noche anterior, alrededor de una hoguera que calentó mientras duró encendida, pero que dio paso tras apagarse, al asalto de insectos y bichos que durante el día nadie los ve, pero en cuanto desaparece el sol y la luz aparecen por todo los lados y te pican, los pequeños, los más grandes te muerden... estos dejan de llamarse bichos para ser roedores, y maldita la gracia que me hicieron cuando escuchabas unos grititos agudos cerca de tu espalda entre pesadillas y dolores producidos por aquel maldito guijarro que no viste al acostarte y que ahora se te clavaba en una vértebra.

Allí estaba yo, esperando que alguna ola viniese hacia mi, pues no pensaba ni podía hacer el esfuerzo de remar hasta cualquiera más alejada de dos o tres
metros de donde me encontraba... y yo nunca me encontraba donde rompía la ola, allí estaba el resto, los que de verdad querían estar allí, los que disfrutaban levantándose a las seis de la mañana, se metían en el agua helada como si de una bañera caliente de espuma se tratara y disfrutaban como enanos surfeando olas enormes sobre las que parecían verdaderos bailarines ejecutando todas las piruetas que uno se pueda imaginar, dejando tras ellos unas estelas de espuma y millones de brillantes gotas de agua que te daban todas y cada una de ellas en los ojos cuando pasaban a tu lado, dejándote ciego e impidiéndote ver la primera ola enorme de la racha que se te venía encima.

Y la segunda.

Y la tercera.

Para la cuarta ya tomabas la decisión tantas horas retrasada de girar 180 grados y dirigir la punta de la tabla a la orilla y aprovechando la fuerza de la espuma de la siguiente ola, dejarte impulsar hasta ella. Allí, tras soltarme de la tabla, me tumbaba en la arena húmeda que se iba calentando por el sol y pensaba que con el dinero que me diesen por la tabla me compraría un reproductor de cd, y si me sobraba algo, a lo mejor unas gafas de sol, para todas las horas que me iba a pasar tumbado al sol en la arena ardiente, ahora que no pensaba volver a tocar una tabla de surf nunca más en la vida. Era una decisión firme.

Tan firme que tardé más de diez años en llevarla a cabo, y al final no la vendí, la cambié por una mountain bike que aún conservo y uso cada día para ir a trabajar, pero tardé diez años. Diez años pasando frío
y preguntándome cómo narices habían conseguido convencerme para pasar la noche en la playa, tirado sobre la arena, mal abrigado por una manta, resacado tras haber bebido no sé cuántas cervezas la noche anterior.

Algunas veces creo recordar que hasta cogía alguna ola y todo, o quizá lo soñé mientras me picaba algún bicho, no sé...

(la foto que ilustra esta entrada es en La Palma, el charco azul, y la imagen es una HDR, tres tomas a diferente diafragma, etc... una concesión a la espectacularidad de la que no soy partidario, pero lo reconozco, he sucumbido en esta ocasión, disculpadme)

Mañana más. O pasado...

1 comentario:

Hari dijo...

A veces uno está convencido de algo antes incluso de que lo sepa. El cuerpo también habla, y quizá era necesario que pasaran diez años :D